4 Política y Economía
En un mundo
perfecto, bastaría con ser un buen padre de familia y un buen administrador de
patrimonio para que las cosas anduvieran bien. Pero no nos engañemos: no es
así. Más abajo del Apumanque, existe una
minoría de inútiles subversivos que, sin embargo, es lo suficientemente
numerosa como para amenazar en el sacrosanto orden social que nuestros abuelos
y padres lograron pasar a nosotros a costa de sangre sudor y lágrimas.
Obviamente no fueron nuestros abuelos, sino los rotos los que sudaron, sangraron
y lloraron, para eso los puso Dios en la faz de la tierra que es un valle de
lágrimas para ellos, no para nosotros. Este es el correcto sentido de que
“muchos son los llamados, pero pocos los escogidos”. Estos rotos, inútiles,
subversivos e ignorantes de la voluntad de Dios son la causa de que algunos de
nosotros estemos forzados a inmiscuirnos en esta molestia que es la política.
Aquí debo
admitir que, hasta el momento de escribir estas líneas, he fallado tanto como
la gran mayoría de los miembros de mi justamente privilegiado estamento social.
Desde los alegres tiempos de la campaña del ‘Sí,’ no volví a involucrarme en la
ordinariez de la cosa pública porque aprendí que las cosas decentes son las
cosas privadas. En aquella fatídica noche en que el diablo metió su cola para
que las cifras se volcaran y dieran por ganador al pecaminoso ‘No,’ mi familia
de ocho hermanos se quedó en la casa con la botella de champaña Don Perignon
helada (que me perdone la familia Undurraga) y en silencio. Solo la voz viril de
mi padre que dijo “rotos malagradecidos” y un sollozo incomprensible de mi
madre rompieron aquel silencio desgarrador. No volví a pisar nunca más la sede
de la Juventud de Renovación Nacional que en ese tiempo estaba en la calle
Barros Borgoño. Confieso que también estuve a punto de llorar esa noche y que
con los años me evadí en el trabajo, la familia, la “cuqui”, que siempre ha
sido una cónyuge encantadora, y en general la vida fácil de las personas
indiferentes. A pesar de que soy un poco mayor para eso, me volví uno más de la
generación que “no estuvo ni ahí”; craso error.
El error fue
pasar a formar parte de esa mayoría silenciosa que dio por sentado que todos
queríamos vivir en un Chile armonioso en el que las clases bajas se sometieran
con alegría y agradecimiento a las clase altas, en un país sin obreros
caminando por las calles de nuestros barrios amurallados, una nación sin
homosexuales ni hogares monoparentales. Encerrado en mi burbuja de Las Condes
estuve seguro de que podíamos sobrevivir sin necesidad de mezclarnos con la
chusma. Cuando el loquillo de Sebastián ganó las elecciones, llegué a creer que
el mundo volvía a su cauce de orden e integridad siguiendo las leyes naturales
de la historia. No podía estar más equivocado. Acúsome de haber rechazado
cargos públicos porque el sueldo era reguleque, acúsome de creer que todo lo
arreglarían otras personas. Las fuerzas malignas del mediopelaje, del
resentimiento, de la antinatural aspiración a la igualdad amenazan Chile. La
obra del General Pinochet no fue suficiente. Nuestras acciones en las AFP y las
ISAPRES amenazan constantemente con perder su valor porque los rotos siguen
exigiendo pensiones de lujo que no se han ganado o atención de salud por la que
tampoco han pagado. Cada trabajador en nuestras empresas es un posible
saboteador o ladrón porque a todos les han metido en la cabeza que los
explotamos, que les robamos algo así como la plusvalía al valor de su trabajo y
que cuatrocientos dólares no son suficientes para que viva una familia completa
de rotos.
¿No les hemos
dado a los rotos acceso a muchos de los mismos bienes que nosotros tenemos? Es
cierto que para ello han debido vivir endeudados y pagar varias veces el valor
de las cosas en créditos con interés, pero ¿es que acaso debíamos regalarles
todo? ¿Cómo voy a pagarle a un tipo lo suficiente para que viva toda su familia
si su trabajo no vale eso, por mucho que trabaje de sol a sol, haga horas
extras y se dañe la espalda cargando cajas en la bodega? ¿Para qué un roto
puede querer tanta plata? ¿Para mandar a sus hijos a la universidad, para
comprar eso que llaman movilidad social?
Éstas y otras
cavilaciones me motivaron a escribir este libro. Ha llegado la hora de que hablemos de
economía y política, que no es mezclar peras con manzanas porque con plata se
compran huevos.
El sistema
económico perfecto fue descubierto en 1776 por el escocés Adam Smith y listo.
La economía debió haberse quedado ahí y nadie debió trabajar más que en los
detalles técnicos acerca de cómo producir más y mejor. Estoy convencido de que
gran parte de las funestas revisiones que vinieron después de Smith se deben a
que tenía apellido de roto y a su única y terrible omisión, producto del
espíritu racionalista de su época: la mano invisible que regula el mercado es
la mano de Dios Padre Todopoderoso. El orden capitalista no es simplemente el
mejor orden de cosas para la economía, es el orden divino y sagrado de la
economía. La intromisión del Estado en este orden sagrado es, por ende, casi un
sacrilegio o una blasfemia. Me extraña que Su Santidad no haya expresado esta
verdad evidente. Sin duda el Papa debe estar acosado por la sarta de
homosexuales, ateos, socialistas y herejes varios que se han apoderado del
viejo continente.
El sistema
capitalista reparte naturalmente los bienes entre los ciudadanos según sus
méritos, con lo cual logra una justicia social perfecta. La justicia consiste
en dar a cada quien lo que merece y no en que todos puedan tener de todo. La
gente alcanzaría la felicidad si lograra conformarse con lo que tiene, si
aprendiera el placer de servir a la raza blanca superior. Dejémonos de
idioteces, la raza blanca es la raza superior. No estoy diciendo que haya matar
al resto de las razas, a no ser que se desubiquen. Todas las razas tienen su
lugar en el mundo, pero no todos pueden ser caciques, tiene que haber también
indios. La aparente desigualdad se debe a que las personas no se han dado
cuenta que el que nace chicharra debe morir cantando porque Dios los quiere en
ese lugar, como supo verlo el preclaro san José María Escrivá de Balaguer:
"El trabajo es la vocación inicial del hombre, es una bendición de Dios, y
se equivocan lamentablemente quienes lo consideran un castigo". Pero
claro, como la llamada clase trabajadora ha corrido tras los voladores de luces
del comunismo, ahora resulta que no quiere trabajar y cree que el trabajo es un
mal. Lo peor de todo, es que la clase trabajadora cree que los ricos no
trabajamos, lo cual es tremendamente falso. Nosotros tenemos sobre los hombros
la pesada carga del mando y es por ello que la vida, la naturaleza y el
capitalismo nos recompensan con generosidad. Así lo ha querido Dios y rebelarse
contra ello es rebelarse contra Su espíritu.
Los males del
mundo contemporáneo hay que verlos no en el sistema capitalista, sino en la
decadencia moral de la sociedad causada por la sacrílega intromisión del
Estado. Por ejemplo, en los tiempos del abuelo Onofre, no había ningún tipo de
previsión social ¿acaso por ello los peones del abuelo no tenían salud? Mi
abuelo se preocupaba personalmente de la salud no solo física, sino también
moral de sus peones. Construyó una modesta capilla en su fundo y toda la
servidumbre estaba obligada a ir a misa temprano los días domingos. De esa
forma evitaba que el peonaje se entregara al alcoholismo los sábados por la
noche. Cuando el Estado se entrometió en la vida económica chilena, las cosas
se vinieron abajo. Si el Estado iba a preocuparse de la salud de los
trabajadores subiendo para ello los impuestos de la antigua clase patronal, no
podía pedirse al patrón que se preocupara de la salud de sus empleados y por
supuesto que todo se hacía mal porque el Estado no es eficiente.
No soy un
ingenuo nostálgico de un orden social que se fue para siempre. La clase
empresarial de ahora no se parece a la clase patronal de antaño. Esto en gran
medida porque no todos sus integrantes son descendientes de los antiguos dueños
de fundo – a veces sospecho incluso que la mayoría de nuestra moderna élite
tiene su origen en la clase media. Ahora bien, esto no significa que por ello
debamos seguir involucrando al Estado en la vida económica del país. Debemos
recordar que, en primer lugar, la debacle moderna se debe a la “movilidad
social” permitida por las reformas socialistas de los gobiernos radicales.
“Gobernar es educar,” decía el siútico de Aguirre Cerda ¿qué estaría pensando?
¡Gobernar es dar pan y circo! Fue la educación la que permitió que ordinarios
se mezclaran en nuestra poderosa élite y fueron ellos quienes legalizaron el
cohecho, la negociación colectiva y los derechos de los trabajadores.
Repito que ya
es muy tarde para corregir los errores del pasado y volver al antiguo régimen.
Gracias a la Providencia que los genios de la escuela de Chicago encontraron la
solución para todos nuestros problemas: ellos privatizaron la seguridad social
devolviendo el control de las cosas a la gente que siempre debió controlar las
cosas. Las AFP y las ISAPRES permitieron que los ahorros de la clase
trabajadora fueran una fuente de riqueza para nosotros, devolviéndole alguna
medida de libre mercado a la seguridad social.
Pero claro, el
comunismo – llámese socialismo, social democracia o democracia cristiana,
etcétera, todo es lo mismo – convenció a la gente de que por el solo hecho de
vivir merece que esta vida se dé en condiciones dignas. Eso no es cierto. Si
nuestra clase gozó de ciertos privilegios, ello se debe única y exclusivamente
al trabajo de nuestros padres y abuelos y al cuidado que nuestras madres y
abuelas nos regalaron siguiendo el orden natural de las cosas y quedándose en
casa para cuidar de sus hijos. Ellos se ganaron un futuro mejor para nosotros,
ellos nos rodearon de cosas hermosas, pero sobre cada generación de
aristócratas recae el peso de mantener la belleza de las cosas como las
heredamos. Es así como cada generación de aristócratas se vuelve meritócrata.
La rotancia no
sabe estas cosas. Una vez alguien muy querido para mí me dijo que si ellos
supieran cuánto nos esforzamos para mantener las cosas en su lugar, para
conservar la integridad del sistema y de los valores, seguramente
recuperaríamos su respeto. Recuerdo que, joven y alocado como era, respondí con las soberbia que caracteriza a
las juventudes de todos los tiempos: “¡qué tenemos que andarle dando explicaciones
a esos cumas!” No le puse atención entonces, pero el abuelo Onofre me habló de
las fiestas que organizaba en su fundo antes de que se lo expropiaran, de cómo
las ramadas corrían completamente por su cuenta y con bar abierto, de cómo los
rotos y las rotas le agradecían y le daban sus parabienes a sus hijos y nietos,
entre ellos a mí, que era niño. Yo le decía que había malcriado al inquilinaje,
pero él me contó que su fundo fue expropiado por obreros de la capital y no por
los inquilinos de su fundo a los que él siempre mantuvo contentos, con el
estómago lleno, pero libres del mundo exterior y del dinero que tan fácilmente
corrompe a las clases bajas. Mi otro abuelo, el abuelo Evaristo Segundo, me
hablaba de cómo siempre estaba ahí con los obreros, porque había que vigilarlos
para que trabajaran. Él mismo se ponía un overol para demostrarles que podía
trabajar más que ellos y luego se ponía su
terno para cumplir con las funciones gerenciales de la pesquera que
quebró intervenida por el abyecto gobierno de la Unidad Popular. Después de la
restauración de Pinochet, el abuelo comenzó otra empresa y sus obreros
volvieron a trabajar con él, porque se dieron cuenta de la ley fundamental de
la industria: si el patrón está bien, los trabajadores están bien. La casa del
abuelo Evaristo estaba en el mismo terreno de la empresa, con lo que no solo
evitaba molestas contribuciones, sino que además vigilaba y se mantenía cerca
de sus trabajadores.
¿Qué hicimos
mal? Nos fuimos al sector oriente de la capital. En un legítimo afán de pureza
social, hicimos que las clases dominadas se imaginaran nuestras vidas como una
vida de lujo y vagancia. La televisión del régimen del General, sin querer, por
supuesto, alimentó este mito con los estelares como Viva el Lunes y otros de
los que ya no me acuerdo. El Festival de la Una, que era el estelar del medio
día que mantenía a los rotos contentos en su lugar, fue sacado del aire y la
misión pacificadora de Enrique Maluenda no fue comprendida. Rotos metidos a
gente se apoderaron de las pantallas y de Revista Cosas. Esos siúticos
mostraron vacaciones en Miami que de pronto todo el mundo codiciaba – Miami es,
como todos sabemos, el epítome de la ordinariez: un montón de caribeños
podridos en plata mancillando el buen gusto. La aparentemente inocente “Cámara
Viajera” de Don Francisco hizo creer a los rotos que había un mundo mucho más
“chori” allá afuera, como me dijo una de mis nanas cuando era joven. Ahora
resulta que el hijo de esa nana se fue a Australia y que su nieto ostenta un
doctorado en algo y que se la llevaron fuera del país ¡al menos tuvieron la
decencia de unir movilidad con emigración!
Fue el propio
régimen autoritario del General Pinochet el que causó la debacle social que
vivimos ahora. Pinochet fue orden para hoy y caos para mañana. No quiero que
piensen que juzgo al General con demasiada dureza: yo mismo no tengo una
solución mejor que la de él. Nuevos negocios necesitaban nuevos clientes y para
ello había que crear necesidades en las personas. La publicidad, que hasta
entonces no era sino una serie de avisos más bien informativos y a veces
entretenidos, evolucionó para transformarse en una herramienta de precisión en
la creación de nuevas necesidades en la gente. Nuestros bancos necesitaban
personas pidiendo créditos de consumo, la economía necesitaba crecer. Si los
rotos se hubieran conformado con las baratijas que ofrecía Panamtur y – hagamos
la autocrítica – si nosotros mismos no nos hubiéramos pisado la cola y no les
hubiéramos ofrecido educación y movilidad social en nuestras universidades
privadas ni en nuestros colegios subvencionados de La Florida, nada hubiera
sucedido.
Pero la
educación era demasiado buen negocio. La doctrina de Adam Smith nos obligaba a
buscar el lucro en interés del mercado y el mercado es la expresión de la
voluntad de Dios en la tierra. Nuestra falla no estuvo en poner colegios ni en
fundar universidades con fines de lucro – fin santo de todas las cosas buenas.
Nuestra falla estuvo en no acompañar nuestro desarrollo económico con los
valores cristianos garantes del status quo. “Te estamos educando para que
sirvas mejor desde tu lugar, no para que subas al nuestro”. Yo no sé cómo es
que ningún colegio ni ninguna universidad tiene esta divisa como su lema. La
educación no es igual para todos. Así, mientras la educación de nuestros hijos
debe tener por objeto formar a los líderes del mañana, la educación de las
clases inferiores debe tener por objeto formar a la mano de obra calificada del
mañana. No pusimos la suficiente energía en la selección de profesores de
nuestras universidades ni de nuestros colegios. En el mejor de los casos nos
dejamos impresionar por magísteres y doctorados de la Sorbona, de Harvard y en
general de muchas de las mejores universidades del mundo. No advertimos que
muchos de los profesores universitarios habían obtenido dichas calificaciones
en el exilio de ellos mismos o de sus padres y que habían aprendido no solo a
pensar, sino además a difundir las así llamadas “virtudes” del pensamiento
crítico. Volvían con todo y diplomas los mismos marxistas de antes, ahora convertidos
en teóricos críticos, sociólogos, literatos y filósofos ateos. La faculty de
nuestras universidades privadas llegó muchas veces a parecerse al profesorado
de la Universidad de Chile, a veces incluso incluyó a profesores de la
Universidad de Chile. En nuestra ceguera – y aquí me incluyo aunque yo nunca
fui tan inocente, pero tengo que solidarizar con mi clase – creímos que el
conocimiento era neutro, útil. Pero resulta que hay conocimiento bueno y
conocimiento malo. Saber de la depravación que significa el concepto de lucha
de clases no es bueno, a no ser que uno pertenezca a la clase adecuada y esté
dispuesto a luchar por esa clase; algo tan inocuo como la teoría de la
evolución de las especies hace que personas superficiales cuestionen la existencia
misma de Dios. He escuchado al respecto argumentos materialistas tan obtusos
como que la sola crueldad que implica el proceso evolutivo lleva necesariamente
a pensar que o no existe un Dios benevolente o que no existe un Dios en
absoluto. El mismo Darwin cayó presa de este razonamiento en el Siglo XIX,
producto sin duda de no haber rezado lo suficiente. Los estadounidenses, quiero
decir los gringos decentes, han advertido el peligro que implica una doctrina
aparentemente fría y científica y se han esforzado en enseñar el llamado diseño
inteligente, pero claro, han perdido terreno en contra de la comunidad
científica que, como todos sabemos, es por definición marxista y atea.
Yo no pretendo
tener la soberbia de saber biología, ni mucho menos saber la validez de tan
controversial teoría. Yo solo sé que todo lo que ocurre, ocurre por la voluntad
de Dios o si no, no ocurriría. Yo solo sé, porque me lo enseñaron en mi colegio
y porque soy una persona católica y decente, que Dios tiene un plan y que en
ese plan la clase que ahora domina, lo hace por voluntad de Dios. De esto se
sigue por mera transitividad, que el plan de nosotros, la clase que tiene a su
cargo los destinos de la nación, es al mismo tiempo el plan del mismísimo Dios.
Así expuestas
estas verdades evidentes deberían generar un consenso inmediato en las personas
razonables y de bien. Si esto cierto ¿cómo es que ese consenso no ha surgido?
Para mí la
respuesta es tan clara y tan simple como todas las respuestas a los problemas
fundamentales de la vida: no hemos expuesto estas verdades con la debida
energía ni con la debida claridad.
En un intento
por ser “choris” como decía mi nana de
principios de los ochenta – bendita década de orden, patria y racionalidad –
hemos relativizado nuestros discursos públicos al punto de que he llegado a
preguntarme si todavía tenemos claras nuestras posturas acerca de las
cuestiones básicas de la sociedad.
Por alguna
razón que desconozco, dejamos de ejercer la autoridad propia de nuestra clase y
nos volvimos simpáticos, en vez de llamarnos la aristocracia castellano-vasca
pasamos a llamarnos “los cuicos”, “la
gente como uno” y a veces siento que en ello hasta hubo cierto dejo de culpa,
pero ¿culpa por qué? ¿Por haber nacido en hogares decentes con padres cariñosos
y responsables y madres castas y devotas? ¿Por haber tenido una educación digna
y con valores tradicionales no solo en el colegio, sino sobre todo, como dije
más arriba, en la casa? ¿Acaso somos culpables por tener abuelos con zapatos y
no abuelos proletarios?
Así
negociamos, confraternizamos e incluso hubo algunos casos de aristócratas que
se casaron con personas de clases inferiores y nos olvidamos de quiénes éramos
(como dije más arriba, no está mal incorporar de cuando en vez elementos
talentosos del mediopelaje, pero estos elementos deben siempre adherir a
nuestros valores, ritos y costumbres y nunca nosotros a los de ellos). Existen
por cierto héroes del intelecto de clase como Hermógenes Pérez de Arce y Teresa
Marinovic, quienes son maltratados cada vez que se atreven a publicar una
columna en ese pasquín izquierdoso que
es El Mostrador. Ellos sufren el bullying de la rotancia, que, a diferencia del nuestro, es
peligrosamente subversivo.
Es hora de que
esta confraternidad degenerada termine. No somos todos iguales, no se pueden
mezclar peras con manzanas. Es hora de unirnos a Teresa y a Hermógenes y
pregonar lo que realmente pensamos, porque es de una claridad autoevidente que
tenemos razón: Pinochet sí salvó la patria de convertirse en otra Cuba. Qué lata
que haya tenido que morir gente, pero ello ocurrió o porque algo habían hecho o
por algún exceso de algún suboficial. En este caso es hora de que la gente se
resigne y acepte la voluntad de Dios. No, los homosexuales no pueden casarse
porque son una pobre gente enferma. La verdadera injusticia es negarles el
tratamiento que necesitan por prejuicios marxistas y no aceptarlos a la fuerza
como si fueran personas normales. Los estudiantes deben estudiar, los
trabajadores deben trabajar y las calles deben estar libres para que las
personas puedan transitar con libertad y seguridad.
Es hora de
llamar a la patria al orden y no a cualquier orden, sino al orden divino de las
cosas que nunca debió haber sido alterado por esa manga de
marxistas-anarquistas inútiles y subversivos. El futuro y el bienestar de
nuestra clase dependen de que ganemos el nuevo combate ideológico y el futuro
de nuestra clase es clave para el bienestar de todo el país y en última
instancia, de la humanidad ¡adelante aristócratas de Chile, uníos porque Dios
está con nosotros, como lo demuestra sobradamente nuestra prosperidad económica
en la tierra!
Quiero
apaciguar mi agitación con una frase moderadora de San José María Escrivá de
Balaguer: “Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los
que saben ser felices en la tierra". En nuestro país esa frase se refiere
a nosotros, “la gente como uno”, “los cuicos”, la aristocracia blanca y
eminentemente castellano-vasca de Chile.
Inteligente exordio de una pluma fina, en análisis histórico de nuestras clases sociales:" dos", los de Arriba y los de Abajo. Juntarnos, como en una sola piña de leña, ya no es posible, somos como el agua y el aceite en nuestra enjundia que nos revuelve las
ResponderEliminarvísceras, y las más, nos ciega. cómo vamos a ser un país amable, si hasta cuando nos damos la mano, los otros ojos nos recorren de arria a bajo, automática es la comparación. La duda. La sospecha.
Una narrativa literaria de excelente ironía: Inteligente. La posición del narrador es, compararnos con las urgencia de uno y con el otro bando. La aristocracia y el rotage. El primero puede creer en Dios, el otro necesita mucho dinero para que Dios lo oiga, o de algún modo le tienda la mano con una "gauchadita"... dan ganas de reír y llorar; a mí se me sube la pluma hasta las mechas. ¡Excelente!
Gracias!
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